martes, 29 de enero de 2013

Los adolescentes tienden a ser problemáticos. Lo entiendo porque ya estuve ahí antes que ellos. Sé que les gusta retar a los maestros para conocer cuáles son sus límites, y cuando el maestro no los establece claramente, ahí tienes a los estudiantes montados sobre los actos y la reputación de sus docentes.

Ahora que estoy viviendo un duro proceso de retroinspección cotidiana, me he dado cuenta de las muchas ocasiones en que permití actos disruptivos por parte de mis alumnos. Actos como comentarios ofensivos pretendidamente dichos entre dientes, gestos y actos de burla disfrazados de juego, frases con doble intención, y un etcétera que incluye una gran cantidad de situaciones que solía salvar con un simple "¿qué dijiste?", que se daba por satisfecho con el "nada, profe", o el "le dije a él", que si bien reconocía como mentira, me permitía evadir la situación.

El problema es que las consecuencias de esas evasiones no las carga uno, sino los propios chicos, que "aprenden" a moverse fuera de los límites del respeto y la sana convivencia, y finalmente uno es responsable de esas conductas (que, quiérase o no, son antisociales), y permitirlas equivale a reforzarlas.

Por eso me he hecho el propósito de no permitir ni el mínimo deliz de mis estudiantes en ese sentido. Finalmente, si tengo que reprenderlos o castigarlos, teminaré anteponiéndome un clásico: "Esto me duele más que a ti, pero algún día me lo agradecerás".

O tal vez no lo hagan.

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